FALANGE: UNA REFLEXIÓN CRITICA SOBRE EL PASADO Y EL FUTURO DEL NACIONALSINDICALISMO
Capítulo I
LAS SIETE MUERTES DE FALANGE ESPAÑOLA
Falange Española no ha muerto en el filo del milenio a sesenta y tantos años de su fundación. Falange Española ha muerto en siete ocasiones y su situación actual de inanición política no es sino la muestra más fehaciente de esos siete óbitos. Cada una de estas muertes no es sino la constatación de una situación de crisis no resuelta, o más bien resuelta en contra de los intereses de Falange como partido político. Cada una de estas muertes señala un momento de crisis insuperable que situó a Falange al borde de su extinción pero que, por sí misma, no fue suficiente como para sellar la desaparición del partido.
En cada una de estas etapas el partido fue perdiendo razón de ser y existir y así se dio la paradoja de que siguieron existiendo falangistas aun cuando el ser falangista se fue convirtiendo en cada vez en algo más imposible. Y así, de muerte en muerte, el partido se convirtió a la postre en eso absolutamente estéril que es hoy.
Estas son las siete trágicas muertes del partido que fue fundado con el nombre de Falange Española y que, en la hora de su extinción final, como la hidra de Lerna, tenía media docena de denominaciones diferentes para llamar al mismo ideal, empobrecido y vacío de contenido.
PRIMERA MUERTE: ELECCIONES DE FEBRERO DE 1936
Falange Española murió joven, extremadamente joven, cuando aún no había alcanzado la mayoría de edad, en febrero de 1936. En esas elecciones la mayoría fue a parar al Frente Popular situando al país en la antesala de la guerra civil que, finalmente, debía estallar cinco meses después. Falange Española murió cuando José Antonio no resultó elegido diputado y el partido obtuvo unos resultados no precisamente relevantes ni esperanzadores. A partir de ese momento, Falange percibió que el camino del poder a través de las elecciones iba a ser excesivamente largo y problemático y, en cualquier caso, distaría mucho de ser una marcha triunfal. Vale la pena preguntarse qué fue lo que inhibió el voto falangista en 1936. Por que razones, las hubo y fueran de tal calibre que resultaba absolutamente increíble el pensar cómo en esas circunstancias Falange concurrió a las elecciones y por qué no accedió a un pacto previo con la derecha tal que le garantizara al menos unos cuantos escaños con los que preservar de la represión republicana a sus principales líderes. Por que el pacto fue posible y sólo las exigencias maximalistas de algunos líderes de Falange lo hicieron imposible.
Ese pacto, en efecto, hubiera sellado algo que la historia se encargó de certificar: el posicionamiento de Falange a la derecha del espectro político, en comandita con la CEDA, algo que horrorizaba a algunos falangistas. Cinco meses después, esos mismos falangistas se alzaban contra la república, junto al ejército y junto a la derecha sociológica y política. Pues bien, en el tránsito que medió entre febrero de 1936 y julio del mismo año, resultaron encarcelados y represaliados la mayoría de líderes falangistas y el partido, si bien se vio fortalecido por el
tránsito de cientos de jóvenes de las Juventudes de Acción Popular a sus filas, se vio mermado de líderes que vieron el 18 de julio desde la cárcel y muchos de ellos fueron fusilados en meses siguientes en las «sacas» con que los republicanos obsequiaron a sus enemigos políticos.
A partir de 1934, la derecha española se fue fascistizando en un fenómeno que Ramiro Ledesma describió perfectamente y del que dio cuenta en su «¿Fascismo en España?». La derecha, especialmente la derecha juvenil, adoptó las formas, los usos y las consignas del fascismo español, es decir, de Falange Española. Ellos también gritaban «Arriba España», ellos también tenían un saludo particular, ellos también tenían su líder (el «jefe, jefe, jefe», versión celtibérica del fuhrer germano y del duce italiano) e incluso, oh maravilla de maravillas, esos fascistizados de las J.A.P. tenían sus ideales sociales y clamaban por la «revolución nacional». Y lo hacían teniendo detrás todo el peso político y toda la fuerza que tenía la derecha española de la preguerra con el concurso de una Iglesia que compartía sin reservas sus objetivos, ideales y estrategias.
En estas condiciones, Falange Española, pequeño grupúsculo de unos pocos cientos o miles de afiliados en toda España, difícilmente podía destacar junto a coloso de la CEDA y de las JAP. Para colmo, el partido falangista se había comprometido en una insensata espiral de violencia contra la extrema-izquierda.
En efecto, llama la atención que en aquellos mismos años otro partido fascista, el Partido Nacionalista Español desarrollara su actividad teniendo los incidentes normales que el desmadre republicano de la época hacía obvios. El Partido de Albiñana y sus «legionarios», debilitados ciertamente por la concurrencia falangista, todavía seguía existiendo en Navarra,
Madrid y disponía de algunas decenas de militantes esparcidos por toda España que desde el período pre-republicano realizaban trabajo político. Los albiñanistas se habían enzarzado en peleas y disputas a tiros con otras fuerzas políticas de izquierdas, si, pero nunca con el volumen y la intensidad de violencia con que Falange Española se implicó desde el momento mismo de su fundación.
Y en cuanto a las JONS que sobrevivieron a la integración y posterior ruptura con Falange, en el número 6 de la revista «La Patria Libre», se lee la siguiente nota: «Victoria falangista.– (…) salieron a la calle cuarenta y dos camaradas jonsistas que se distribuyeron por Madrid para vocear y vender LA PATRIA LIBRE. Teníamos noticia de que las terribles escuadras falangistas estaban preparadas para impedir la venta de nuestro periódico. Los jonsistas, repetimos, se distribuyeron por Madrid y quedó UNO SOLO en cada puesto de venta. Transcurrió una hora sin el menor incidente, a pesar de que los grupos falangistas pasaban y repasaban junto a nuestros camaradas. Bien es cierto que éstos habían sido previamente seleccionados entre los más robustos del Partido. En vista de que no pasaba nada, a pesar de los informes, el Comité encargado de la venta quiso poner a prueba los propósitos falangistas. E hizo lo siguiente: Coloc n la Cibeles, esquina al Banco de España, dos voceadores profesionales, dos chiquillos de diez y de doce años, de los que se dedican a la venta de los periódicos diarios. Y ocurrió nada menos que esto: A los cinco minutos, los mismos grupos falangistas que habían estado pasando por delante de nuestros camaradas adultos sin permitirse el más mínimo gesto de disgusto, se lanzaron sobre los dos niños -repetimos que uno tiene diez años y otro doce- ¡¡¡y les arrebataron trece ejemplares!!! He ahí sencillamente narrada la gran victoria falangista. Digna de Alejandro, de César, de Aníbal, de Napoleón».
Es posible que haya en el relato algo de imaginación, pero lo que nos interesa resaltar es el hecho de que las JONS podían en esos momentos distribuir su propaganda en Madrid sin que se produjera ningún altercado y en cambio en ese mismo tiempo, distribuir el semanario «FE» era prácticamente una acción de guerra. Y el radicalismo antiizquierdista de las publicaciones de Ledesma no era menor que el de las falangistas.
La «dialéctica de los puños y de las pistolas» fue una frase arriesgada que llevó al partido a una espiral de represalias y contrarrepresalias que fueron creciendo de intensidad a medida que el partido fue desarrollándose. Y esto sentenció al partido. Por que Falange Española no sería un partido más que iba a entablar una lucha electoral contra otros partidos, a los cuales tenía la ambición de derrotar; en absoluto: Falange Española fue un partido cuya imagen de marca, desde casi el momento mismo de su fundación estuvo implicada en acciones continuas de violencia. No importa quien fue el primero en disparar, ni desde luego estamos tentados de atribuir a Falange Española una responsabilidad en estos episodios de terrorismo urbano menor que la que corresponde a otros partidos republicanos, al Partido Comunista y a las Juventudes Socialistas y, muy en especial, a sectores de la FAI que desde siempre habían hecho de la Star 9 mm un objeto de culto. El clima era violento. La II República Española fue violenta como pocos regímenes lo han sido en la historia de Europa. Pero Falange no midió bien sus fuerzas, ni supo evitar o comprometerse lo menos posible con todo este clima de violencia, sino, antes bien, lo espoleó, se zambulló en él y lo estimuló por activa y por pasiva.
¿Para qué votar a un partido que no tenía la más mínima posibilidad de ganar unas elecciones por que sus miembros, muy buenos chicos ellos, estaban implicados en una batalla a muerte contra la izquierda? ¿para qué votar a una formación que no era un partido convencional sino una milicia paramilitar apta sólo para responder a la izquierda con las armas en la mano? ¿para qué votar a una formación política que no había demostrado capacidad política sino potencia activista? Por que lo que había mostrado la historia de Falange Española desde su fundación a las elecciones de 1936 era que una cosa eran los deseos iniciales de José Antonio y de sus primeros camaradas (el edificar un partido en el que la parte cultural y formativa estuviera muy presente; recuérdese los primeros números del semanario FE en los que se hablaba de las ruinas de Roma, de cuestiones intelectuales y en donde muchos intelectuales, surrealistas incluso algunos de ellos, habían ido a militar) y otra la imagen que el partido estaba dando de sí mismo y que lo configuraban a ojos de la opinión pública española como una fuerza paramilitar de choque contra la izquierda, el cual, precisamente, fue creciendo a medida en que el choque se presentó como ineludible.
El gran drama de Falange Española consistió en haber nacido en una época turbulenta y en no haberse sabido inhibir de esas mismas turbulencias. Todo lo contrario: el partido se implicó tanto que el electorado le castigó con la ignorancia de sus listas. A decir verdad, si hoy examinamos lo que fue Falange en aquellos años se advierte que resultaba imposible tener sindicatos, tener una actividad política normal, tener afiliados que fueran al local a tomar unas copas y tener núcleos organizados de simpatizantes. Por que Falange Española, toda Falange Española, era la Primera Línea. No había, en la práctica más «líneas » que la primera. Todo el partido estaba implicado en el activismo cotidiano y quien no quería participar de ese activismo no tenía sitio en el partido.
En esas condiciones no puede reprocharse algo que trataremos en otro lugar de este pequeño ensayo, a saber, la escasa teorización política de Falange Española en el período fundacional. Era sencillamente imposible que ningún falangista se dedicara a la elaboración ideológica, por que las balas silbaban en torno a sus cabezas habitualmente. En una situación así, no es el tiempo de las palabras, ni de las reflexiones, es, en cambio, el tiempo de la acción.
También hay que tener presente las responsabilidades. Que los mitos no impidan ver el bosque de responsabilidades que se abren sobre los líderes históricos de Falange Española. Y en especial sobre la figura de José Antonio. En los partidos en los que el poder es personal y su ejercicio prerrogativa del líder, a él es a quien hay que pedir responsabilidades. Digámoslo ya: esta primera muerte fue debida a la poca pericia de José Antonio a la hora de conducir al movimiento político. Impericia por que no logró zafarlo de la espiral de violencia que se generó en sus lindes, impericia por que no logró darle un cuerpo doctrinal suficientemente compacto; impericia por que no fue capaz de adivinar el escenario que se avecinaba para Falange y que iba a entrañar la muerte de muchos de sus militantes y cuadros y la suya propia; impericia, finalmente, por que no supo dar al partido una imagen de madurez que generara confianza en la sociedad española y animara a sus mejores hijos a ingresar en sus filas. Impericia por que, la imagen de marca del partido en 1936 era la de un grupo juvenil y activista, nada más. Y efectivamente, esa imagen se correspondía bastante bien con la realidad.
El carácter juvenil de Falange es posiblemente uno de los mayores atractivos que el partido tuvo siempre para quienes nos comprometimos con él en algún momento de nuestra vida.
Era un partido de jóvenes, con ideales jóvenes y en donde el canto a la juventud era una constante. Pero también esa imagen tuvo las consecuencias que podían preverse. Los partidos jóvenes ganan la confianza y la adhesión de los jóvenes, y los jóvenes son siempre los más generosos y los más radicales. La juventud si bien no es una garantía de inmadurez política, si lo es de maximalismo, de falta de apreciación de la realidad objetiva, de poca experiencia para prever escenarios (y dramas) futuros, etc.
Ciertamente, una de las características más universales del fascismo fue ese «canto a la juventud» que está muy presente especialmente en los sectores más intelectuales. El futurismo de Marinetti y del Partido Futirsta que luego dio vida al Partido Fascista era, a la postre, un canto a la juventud. El fascismo francés y en especial el fascismo intelectual de Brasillach y Drieu la Rochelle, era constantemente una exaltación de los valores y virtudes de los jóvenes. Y otro tanto ocurría en Alemania en donde la «nueva Alemania», a remolque de su juventud, iba a sustituir a la «vieja Alemania» de papá. Y, desde luego, el mismo modelo se repetía en el fascismo belga que incluso hizo de su líder Leon Degrelle un personaje de cómic que aun goza del favor de la juventud, «Tintín», y en el fascismo inglés el más escénico y populista de todos los fascismos con Mosley o en el fascismo rumano en el que a la idea de exaltación de la juventud se unió la idea sacrificial. Era una constante y como tal estuvo representada en el Fascismo Español. Pero…
… Pero a diferencia de otros fascismos, el español no logró arrancar políticamente. Desde el principio se vió comprimido entre una derecha suficientemente sólida y asentada que no supo encandilar (cuando el partido negó la entrada de Calvo Sotelo, la izquierda siguió viéndolo como un partido de derechas, mientras que la derecha se sintió como rechazada por el extremismo juvenil de unos jóvenes) y una izquierda que no supo ganar, ni siquiera neutralizar (por que, en dos años y medio de actuación, resultó evidente que los primeros esfuerzos de las JONS por atraer sectores del sindicalismo se había consumado con el fracaso. A este respecto resulta grotesco recordar que, si bien Angel Pestaña manifestó cierto interés por Falange Española fue, en tanto que Pestaña creía que Falange era el «brazo armado del capital» y que, por tanto, ahí encontraría el apoyo y la financiación para su exangüe Partido Sindicalista…). Cogido en esta pinza derecha-izquierda, el partido se vio comprimido en su crecimiento y no logró encontrar un espacio político propia sobre el que asentar su crecimiento, ni contar con el favor de grupos sociales concretos en donde pudiera crecer sin discusión y sin grandes conflictos.
El resultado de todas estas circunstancias objetivas fue que Falange Española, al no haber obtenido votos suficientes como para estar presente en las Cortes Republicanas de 1936, evidenció su infecundidad política. Desde entonces ya nunca más volvería a ser considerada como un «partido político», sería una milicia, sería una primera línea, sería un movimiento, pero nunca más, nunca, sería un partido adaptado para ganar elecciones.
Y es por ello que esta primera muerte enlaza, como veremos con la última, cerrando ambas un ciclo vital y sellando la extinción definitiva del partido falangista.
SEGUNDA MUERTE 18 DE JULIO DE 1936
El 18 de julio de 1936, Falange Española era un partido extremadamente débil. Ciertamente entre las elecciones de febrero y el 18 de julio, el partido se había visto reforzado con contingentes procedentes de las JAP. Pero, el partido había sido ilegalizado y a duras penas podía mantenerse en la clandestinidad. A decir verdad, Falange Española se vio envuelto en la conspiración militar por un doble motivo: por que era la única salida estratégica que le quedaba tras la ilegalización y por que vocacionalmente el partido era golpista desde el momento mismo de su fundación. Pero dar un golpe de Estado es una cuestión meramente técnica. Basta con tener la decisión y, a partir de ahí, con establecer una estrategia golpista. Pero, a fin de cuentas ¿qué diablos es un golpe de Estado? Pues apenas es otra cosa que un cambio de gobierno en el que la fuerza militar entra en juego en un momento concreto y puntual. Un golpe de Estado es un hecho político en el que la fuerza militar deja sentir su peso en un momento concreto. Fenómeno político-militar, un golpe militar no pueda darse sin el respaldo o la aquiescencia de una parte de la población. No existe el golpe militar-militar; para que un golpe militar pueda prolongar su existencia –y el franquismo logró sobrevivir durante 40 años– precisa el apoyo de una clase política civil. Al día siguiente del golpe el preciso seguir resolviendo los asuntos de la «res publica» y esto no puede hacerse por la vía de la orden ni del recurso al sargento mayor o a la cadena de mandos. Es un hecho político y, por tanto, precisa de políticos.
Todo esto lo decimos para recordar que el 18 de julio de 1936, los grupos falangistas dispersos por toda la geografía nacional, iban creciendo en la clandestinidad, limitadamente, pero crecían y Falange se perfilaba como la fuerza más combativa contra el comunismo, el socialismo y el anarquismo.
Ciertamente, si se leía la letra pequeña de sus documentos daba la sensación de que aquellos jóvenes tenían veleidades sociales, pero esto pasaba a segundo plano por que en el fragor de los combates callejeros con los «chiribís» y los «faieros», lo social importaba muy poco. Por lo demás, en Falange existía un amplio elenco de nombres ilustres de la nobleza española, tradicionalmente alineada con la derecha –salvo algún que otro raro aristócrata galdosiano y librepensador– con los que existían puentes tendidos. Y, por qué no recordarlo, el propio José Antonio Primo de Rivera era hijo del «Dictador», así con mayúsculas. El tiempo de la dictadura de Primo de Rivera estaba demasiado próximo como para que la derecha pudiera olvidar que el hijo del dictador lideraba, desde la cárcel, a aquel partido, pequeño pero tan bien dispuesto a combatir al marxismo y al anarquismo con sus propias armas. La derecha instó al ejército a «golpear» y éste aceptó el reto. Y para golpear, las fuerzas armadas acudieron a aquellos sectores más combativos que podían ayudarle en el momento decisivo y puntual del golpe militar: la falange y el carlismo.
¿Era justo dar un golpe de Estado contra la República? Hoy, lo políticamente correcto es negarlo. Ya se sabe, los golpes de Estado gozan de poco predicamento. Así que vamos a plantear la cuestión en otros términos: la República era inviable; los cuatro años de distintos gobiernos republicanos no habían conseguido modernizar mínimamente a España. Existía una guerra civil larvada en los corazones que precedió a la guerra civil que estalló en los campos de batalla. No creo que haya algo más trágico que una guerra civil. No creo que en 1936 hubiera muchos españoles que la desearan y desde luego no creo que ninguno estuviera en la dirección de ninguno de los dos bandos.
Unos pensaban en un golpe militar rápido que abriera el paso a una modernización global del país no menos rápida tal como había ocurrido en Alemania e Italia. Otros veían a la República como el vehículo de esa modernización. El engaño de esta polémica consiste en suponer que los republicanos de la época eran moderados, dialogantes y sensatos como los socialistas de hoy. La II República tuvo golpistas desde el momento mismo de sus orígenes y estos golpistas fueron socialistas. Para colmo, los anarquistas, siempre mantuvieron grupos armados que vivían del atraco puro y simple. Y la patronal tenía sus pistoleros a sueldo. Como también los tenían los comunistas e incluso partidos absolutamente moderados como Izquierda Republicana o los Escamots de Estat Catalá no se privaban de mantener grupo de potencia ofensiva que eran mucho más que sus servicios de orden. Si a esto unimos el subdesarrollo y la corrupción que apareció con la misma República, solamente los muy inconscientes pueden sostener que aquello podía llegar a algo bueno. Si la República era inviable, estaba claro que iba a morir rematada por la derecha o por la izquierda. La derecha golpeó, como ya lo había hecho la izquierda y los separatistas catalanes en octubre de 1934.
Para Falange Española el estallido de la guerra supuso un drama por que en su programa existía un sincero deseo de superar la dicotomía entre las dos Españas. Imaginamos la ruptura interior que debieron sentir en aquella época algunos dirigentes falangistas que deseaban ardientemente una España mejor no sometida a las discordias partidistas.
¿Existía otra salida estratégica? Creemos que no. Que Falange Española hizo en aquel momento lo único que podía hacer.
Y en este episodio reside la segunda muerte de Falange por que el partido era todavía muy débil como para poder pesar decisivamente en los escenarios que se generarían a partir de entonces. Diferente hubiera sido si el 18 de julio de 1936, Falange hubiera sido ilegalizada pero entre sus militantes figurasen diputados, senadores, alcaldes y si sus filas hubieran respondido con manifestaciones masivas al decreto de prohibición.
Pero no hubo tal. Falange era débil y no podía aspirar más a ser mera comparsa en el golpe militar. Para colmo la mayoría de sus líderes estaban entre rejas y el partido, con Hedilla al frente, apenas podía hacer otra cosa que estructurar redes clandestinas y prepararse para una lucha en la ilegalidad que el 18 de julio aceleró y cambió de orientación.
El compromiso de Falange con el alzamiento militar de julio de 1936, aun constituyendo la segunda muerte de Falange, contradictoriamente, supuso su despegue definitivo. En pocas semanas, aquella pequeña formación política cuyas siglas no aparecían más que en la crónica de sucesos, pasó a constituir un amplio movimiento de milicias como no se había visto nunca en la historia de la España contemporánea.
En efecto, el éxito de la sublevación en algunas zonas, la cobardía de la derecha que quedó virtualmente desmantelada incluso en aquellas zonas en las que la sublevación triunfó y el ímpetu de los pocos falangistas que estaban en libertad y contribuyeron al éxito del golpe en algunas zonas, generó un clima de adhesión y entusiasmo. Muchos jóvenes –y no tan jóvenes– se hicieron el siguiente razonamiento: ahora que el golpe de Estado se ha producido, los focos de resistencia republicana serán vencidos tarde o temprano y, finalmente, nuestro país podrá homologarse con otros países europeos en donde han triunfado regímenes antimarxistas. Así pues, la opción más aconsejable para las gentes que así pensaban era ingresar en las milicias falangistas, esto es, en las milicias del «fascismo español».
Otros sentían que había que hacer algo por la patria y que, aparte del ejército, los únicos que habían dado el paso al frente eran los falangistas (a excepción de Navarra en donde el carlismo tuvo un peso decisivo en la conspiración) así pues a ellos iba a corresponder el honor y gloria del triunfo. Sea como fuere y por las razones que llevaban a cada cual a las filas de Falange, lo cierto es que a las pocas semanas del alzamiento, los núcleos falangistas originarios habían sido desbordados por las nuevas adhesiones que se produjeron en masa. Generalmente, los recién llegados eran conservadores de derechas, más o menos aguerridos, que tenían de Falange Española una idea bastante básica. Y tampoco había cuadros suficientes como para formarlos políticamente. Afortunadamente muchos de ellos eran jóvenes estudiantes que aprendían bien y pronto. Les bastó leer unos cuantos discursos de José Antonio para entender que aquello era una forma española de fascismo y que valía la pena luchar e incluso morir por él. Y, c ciertamente, muchos de estos nuevos afiliados dieron su vida en los campos de batalla en los tres años que siguieron. Pero no nos adelantemos.
Al problema generado por la debilidad estructural de Falange Española en las elecciones de febrero, se unía ahora el problema de afrontar un crecimiento brutal sin tener cuadros capacitados. El resultado de este proceso liquidó muchas de las ilusiones que habían dado vida a Falange en el discurso del Teatro de la Comedia. ¿Cómo iban a pensar aquellos jóvenes bienintencionados y patriotas que se iban a ser envueltos en una guerra civil en la que posiblemente debían enfrentarse con su hermano o con su amigo de la infancia? Qué triste es un conflicto civil, qué dramas personales debieron vivir aquellos jóvenes militantes… Lo más dramático era que el ideal falangista no había terminado de ser definido.
En otra parte de esta pequeña obra abordaremos la cuestión ideológica, pero es preciso recordar ahora que Falange apenas tuvo de 1933 a 1936, es decir, algo más de dos años en nacer a partir casi de cero, crecer, desarrollar un nivel mínimo de actividad política y un máximo de actividad de choque y apenas pudo dedicarse a la elaboración ideológica. Esto es tan claro que apenas merecen comentarse las numantinas defensas de aquellos falangistas que opinan que el ideal nacionalsindicalista estaba completado, clasificado y cerrado el 18 de julio de 1936. Como máximo lo único que pudo establecerse fue un pequeño ideario y un programa político de 27 puntos, pero en cuanto a lo que se refiere a una ideología esto ya es otra cosa. No hubo tiempo, fuera de Ramiro Ledesma, no existió ningún ideólogo digno de tal nombre y, por lo demás, Ramiro estaba fuera de la disciplina del partido hasta el punto de que resulta un enigma histórico el por qué el movimiento creado por Franco se llamó Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, nombre no precisamente corto que además incluía a sectores muy diversos de los que, sin duda, las JONS eran una pieza prácticamente virtual y con una deriva ideológica muy especial en julio de 1936.
No había ideólogos, no hubo tiempo para redactar una ideología… así pues no es de extrañar que Falange fuera como un timón que «hacia donde se le da, gira». Efectivamente, un católico estaba predispuesto a ver en Falange a un partido defensor de los valores tradicionales de la España Católica y, por lo demás, José Antonio era terciario franciscano, así que… Para un fascista de estricta observancia, Falange era, sin más y sin matiz de ningún tipo, un partido fascista o nazi, incluso. Para alguien preocupado por «lo social», falange podía ser perfectamente el partido de defensa de los trabajadores. Así se entiende como hubo una falange de izquierda, como hubo una falange de derechas, como hubo una falange-falange y una falange fascista, una falange franquista y una falange antifranquista, una falange que daba más importancia a lo sindical que a lo nacional, al lado de otra que primaba el término nacional sobre el sindical… Cualquier versión del nacionalsindicalismo (y su contraria) eran válidas y podían justificarse en función de alguna frase perdida en las obras completas de José Antonio, o en su defecto en las de Ramiro Ledesma o en las de Onésimo Redondo. Pero el hecho esencial que vale la pena retener aquí es que cuando se produjo la llegada masiva de recién llegados al partido, ni existían cuadros políticos en número suficiente para asegurar el encuadramiento y la disciplina ideológica, ni, por lo demás, existía una ideología que difundir más allá de un programa mínimo y unos puntos doctrinales básicos.
De la misma forma que antes del 18 de julio, lo importante para Falange era asegurar la supervivencia de sus militantes, a partir de esa fecha, los mayores esfuerzos se concentraron en las necesidades del momento: ganar la guerra y preparar la paz. Esta fue la segunda muerte de Falange Española, por que, a pesar de que Falange impulsó decisivamente la acción de uno de los dos bandos, aquella guerra civil no era su guerra civil, pues no en vano se habían definido como “ni de derechas, ni de izquierdas”, y el impulso falangista surgió de un sincero deseo de superación de las divisiones históricas que habían arruinado el siglo XIX y el primer tercio del siglo XX español.
La participación de Falange Española en la contienda tuvo otra consecuencia histórica que ha pesado como una losa desde entonces sobre la actividad del partido: su vinculación a la derecha y a la extrema-derecha. El drama ha sido todavía mayor en la medida en que la totalidad del partido, seguía voceando la consigna de «ni derechas ni izquierdas»… ignorando o fingiendo ignorar que tras el 18 de julio de 1936 todo estaba mucho más que claro: «ni derechas, ni izquierdas, pero más bien con la derecha». A partir de ese momento empezó a existir una contradicción creciente entre lo que el partido decía y la imagen que la sociedad tenía del mismo. Esta brecha se ha ido ampliando con el paso del tiempo. Aun hoy muchos falangistas están convencidos de que su partido encarna la opción más revolucionaria que podría buscarse en el panorama político español… y la sociedad ignora en su conjunto que Falange Española siga existiendo como partido. Incluso personas con cierto grado de conocimiento y cultura política, como Amando de Miguel, hace unos años, en el curso de una tertulia a la que asistimos en Radio Intercontinental de Madrid, aludió a Falange Española como a un partido que se extinguió en la transición y del que, por lo demás, no tenía ninguna duda que se ubicaba en el mismo sector político que Blas Piñar, es decir, a la derecha de la derecha.
TERCERA MUERTE EL DECRETO DE UNIFICACION
Cuando Falange estaba desangrándose en los campos de batalla y movilizando la retaguardia de la zona «nacional», muy pocos de entre sus cuadros y militantes dudaban que el mayor esfuerzo debía estar orientado a ganar la guerra. Franco lo veía también de la misma forma, pero en su mentalidad militar recordaba un viejo axioma de la profesión que recordaba que un mal mando –el suyo– era mejor que varios mandos distintos. Por lo demás, la zona republicana era el reflejo especular de aquello que no había que hacer. Y Franco, con una lógica precisa y extremadamente lúcida, se aprestó a crear un soporte político que asegurase la existencia de una clase dirigente para su gobierno, durase lo que durase.
Con esta lógica se hilvanó el Decreto de Unificación entre la Falange y el Carlismo. A partir de entonces, se consagró el mando único de Franco que duraría por los siguientes 38 años. Falange Española dejó de ser un partido autónomo para ser otra cosa, como mínimo bastante extraña. Por que la «unificación » fue más teórica que real. Siguieron existiendo carlistas que no utilizaban camisa azul y siguieron existiendo falangistas que siempre llevaban la boina roja en el bolsillo o simplemente la denostaban visiblemente.
Con todo es innegable que Falange salió beneficiada de la Unificación. Algunos de sus cuadros de la preguerra alcanzaron carteras ministeriales y pasaron de ser activistas callejeros a funcionarios del nuevo Estado. Ciertamente, la Falange no fue la más beneficiada por el nuevo reparto del poder y es incluso aceptable que su aportación a la contienda no se tradujera en un mayor peso en el nuevo Estado. Pero así estaban las cosas y las resistencias falangistas a la unificación, aun existiendo, no fueron excesivas. Y, por lo demás, no existió alternativa falangista al decreto de unificación, esa es la triste realidad.
La unificación se produce con la mayoría de dirigentes, incluso los más significativos, presos, fusilados o muertos y sin que el cuadro ideológico estuviera completado. La gran paradoja es que un partido de dimensiones mínimas pudo llegar a compartir el poder gracias a la iniciativa golpista. El decreto de unificación, en la práctica, supuso que la Falange dejó de carecer de mando y pasó a tener un nuevo e inesperado Jefe Nacional, Francisco Franco, alguien que, ante todo, era una persona pragmática.
Fruto de ese pragmatismo fue la «fascistización» del régimen en la primera etapa de su larga andadura. En efecto, quien vea en el franquismo un fenómeno político que fue homogéneo a lo largo de sus 40 años, se equivoca. El franquismo atravesó cuatro etapas bien diferenciadas en su evolución histórica. La primera de todas ellas fue el giro fascista que se produjo a lo largo de la guerra civil. Era evidente que los Estados fascistas estaban aportando armas, municiones y voluntarios a la causa nacional, así que contra más se pareciera el nuevo régimen a quienes tan generosamente le ofrecían ayuda y patronazgo, más podría obtenerse de ellos. Además, a medida que la guerra seguía su curso, la situación internacional iba degradándose y pronto resultó claro que las potencias del Eje y los Estados democráticos terminarían batiéndose. Esos Estados manifestaban un apoyo no disimulado a la causa republicana, Francia especialmente y, por tanto, si había conflicto, la nueva España franquista estaría frente a ellos. El régimen adoptó en pocas semanas todos los rasgos propios de la coreografía fascista más elemental: águilas imperiales, retórica expansionista, uniformes, consignas para la población, banderas alemanas, italianas y españolas hermanadas. La España franquista se fascistizó y la fuerza política que en esos momentos era más similar a otros partidos fascistas europeos era, sin duda, Falange Española. Las necesidades de la fascistización hicieron que el régimen adoptara, con una mezcla de convicción y criterios de conveniencia, los ideales de Falange y los elevara a paradigmas del nuevo Estado.
Falange dejó de ser un partido autónomo y pasó a ser una parte de algo mucho mayor, en la que, por cuestiones de mero oportunismo político e imagen de cara a los países amigos, su presencia fue sobredimensionada. Pero, Falange había muerto, una vez más. Habían muerto líderes falangistas, militantes de primera hora y el fundador. Con ellos había muerto también, por tercera vez, Falange Española.
CUARTA MUERTE LA DERROTA DEL EJE
Por si todo este cúmulo de desgracias históricas fueran poco, las potencias del Eje, a cuya imagen y semejanza había sido constituido el nuevo Estado franquista, perdió la guerra. La División Azul que fue enviada para evidenciar el decantamiento de la España franquista hacia las potencias del Eje cuando la victoria sonreía a sus armas, fue repatriada tras haber pagado un elevado tributo de sangre generosaen la lucha contra el comunismo.
El plan de expansión de España en Marruecos fue archivado y olvidado, al igual que los planes de ocupación de Gibraltar y el régimen comprobó horrorizado que la imagen fascista que había adquirido podía convertirse en un serio problema, especialmente después de la derrota de Stalingrado, el desembarco americano en Marruecos y la ocupación de Sicilia. Cuando se produjo el desembarco de Normandía ya quedaba claro que el Eje estaba destinado a perder inevitablemente la guerra y que había que despojarse a prisa y corriendo de buena parte de los ideales y de la coreografía que caracterizaron a la primera fase de evolución del franquismo, travestido en nacionalsindicalismo.
Las medidas que adoptó Franco fueron dos: la transformación de España en Reino, no ya en «Estado Totalitario al servicio del bien común», sino en reino bajo la situación de una regencia y de otro lado la sustitución de la ideología nacionalsindicalista, dominante hasta entonces, por el nacional-catolicismo. Los propagandistas católicos y, con ellos los primeros núcleos del Opus Dei, tomaron el relevo de los funcionarios falangistas al frente de los ministerios más preciados y la enseñanza del catolicismo ultramontano sustituyó a los veintisiete puntos de Falange que, por el camino, por cierto, ya habían perdido el último.
El resultado de todo esto fue una segunda fase en la evolución del franquismo que abarca un período de límites relativamente definidos entre la sustitución de Serrano Suñer hasta los diez años siguientes cuando Eisenhower fue recibido en Madrid en olor de multitudes y Berlanga rodó su «Bienvenido Mister Marshall», comedia negra que evidenciaba la precariedad de un país que hasta ese momento encontraba dificultades para salir del subdesarrollo.
Pero Falange en esta reconversión murió una vez más. Fue su cuarta muerte. Era preciso que el régimen evitara el cerca exterior y, justo es reconocer, que la retórica imperial, que los postulados anticapitalistas de Falange que algunos líderes integrados en el franquismo todavía seguían sosteniendo, que las alusiones a la revolución nacional, a la formación de un «Estado Nacional Sindicalista» y la coreografía exterior, quedaran relegados a un segundo plano. La habilidad de Franco consistió en operar esta transformación sin inmutarse. De hecho, él era un católico de derechas y, en cuanto advirtió los riesgos de persistir con unas formas y principios que iban a estar marginados en la Europa democrática que empezaba a levantarse de las ruinas, se apresuró a dar al régimen una patina de nacional-catolicismo como ideología de sustitución del nacionalsindicalismo.
Pero hubo otro factor sin el cual es imposible entender como pudo resultar creíble la operación. A partir de 1946 y especialmente a 1947, se evidenciaron los resultados del triste y abominable Pacto de Yalta en el que Roosevelt, Churchill y Stalin, sellaron el destino de media Europa. En efecto, con Alemania dividida, todos los territorios que quedaban entre la frontera de las dos Alemanias y la rusa quedaban bajo el control de la Unión Soviética. Para colmo, los partidos comunistas de Europa Occidental, especialmente el francés y el italiano, gracias a su participación en el movimiento de resistencia antifascista (especialmente tras el desencadenamiento del conflicto germanosoviético, no antes), gozaban de una posición preponderante en sus países que amenazaba incluso, no sólo con aproximarse al poder, sino con llegar al poder.
Frente a esto, la recién constituida Alianza Atlántica presentaba debilidades. Por un lado existían menos de dos mil kilómetros entre el Telón de Acero y Hendaya. Desde el punto de vista estratégico, la OTAN carecía de profundidad. Y por otra parte, los países de la OTAN, tenían atadas las manos por su propia estructura democrática y parecían inermes ante el ascenso de los partidos comunistas. Menos mal que ahí estaba la España franquista para resolver en parte este problema. Por que si bien España no entró hasta muy tardíamente en la OTAN, si es cierto que, a partir de 1939 y con mucha mayor nitidez cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, si era algo era, sobre todo, un país anticomunista en el que, por lo demás, el partido comunista estaba prohibido y no existía una oposición de izquierdas digna de tal nombre. Era evidente que España no podría sobrevivir por mucho tiempo en su «espléndido aislamiento » y que las necesidades del desarrollo laminarían progresivamente las ínfulas autárquicas de algunos. Así que España era un aliado natural de la OTAN a pesar de permanecer fuera de la misma por sus estructuras políticas, digámoslo así, predemocráticas. El régimen logró sobrevivir al aislamiento internacional que no se tradujo en movimientos que atentaran contra la integridad nacional (a parte de la acción de los maquis comunistas en el Valle de Arán, loca aventura sin pies ni cabeza preparada por estrategas que, probablemente lo único que deseaban era el desmantelamiento y la aniquilación de los núcleos antifranquistas más agresivos).
Fue así como Falange murió por cuarta vez. El adoctrinamiento nacionalsindicalista en las escuelas cedió paso al adoctrinamiento nacional-católico, pero este, cada vez más se mostraba inadecuado para servir de soporte ideológico a la construcción de un Estado moderno. A decir verdad, el nacional- catolicismo supuso una tragedia para España. Probablemente fuera cierto que, en la nueva coyuntura histórica, si el régimen quería sobrevivir debía necesariamente atemperar su imagen fascista, pero en lugar de realizar una evolución hacia delante y encontrar fórmulas modernas y basamentos ideológicos más acordes con los tiempos que se avecinaban, realizó una síntesis entre la doctrina social de la Iglesia y los valores del catolicismo ultramontano, que ya empezaban a ser cuestionados en la práctica por la propia sociedad. Ahora bien, si el período nacionalsindicalista se tradujo en la creación de estructuras de encuadramiento de la sociedad (Falanges Juveniles, SEU, Guardia de Franco, Sección Femenina, etc.), el débil impacto del nacional-catolicismo en la sociedad no fue suficiente como para que se constituyeran núcleos de encuadramiento social. El régimen empezó a perder fuerza social. De hecho, y a decir verdad, la población apenas experimentó el cambio de signo ideológico del régimen. Interiormente se siguió cantando el Cara al Sol en el intermedio de las proyecciones de cine y a la entrada de los colegios, las organizaciones de encuadramiento del régimen siguieron con sus uniformes paramilitares y su coreografía más o menos inspirada en el período fascista y no existió una ruptura notable. Esa ruptura, sin embargo, se produjo a nivel de cúpulas y de orientación general del régimen. El peso de los «propagandistas católicos» creció en la misma intensidad que disminuyó la presencia falangista en las altas esferas. Ciertamente, esta presencia siguió existiendo hasta último hora, por que, con mayor o menos intensidad, los únicos que lograron movilizar masas durante el franquismo fueron –a parte de los franquistas de estricta observancia– los falangistas en los que una parte de la población vería a gentes con cierto sentido social y, por lo demás, el yugo y las flechas seguía presente en los pueblos de España en obras sociales, casas baratas y ayudas a los necesitados. Pero el Estado que un día pretendió ser nacionalsindicalista, ya evidenciaba otra vocación: la de Reino. Y aquí las cosas estaban claras. Por que si los líderes falangistas supervivientes de la primera
hora y aquellas nuevas adhesiones que habían venido con la movilización del 18 de julio o los que acudieron al estallar la paz, a poco que hubieran leído algunos párrafos de las Obras Completas de José Antonio, pudieron advertir que si alto tenían claro era el distanciamiento enorme de Falange Española de cualquier forma de monarquía. Se proponía un Estado Nacionalsindicalista que no sería, en absoluto monárquico. Tanto José Antonio, como Ramiro Ledesma, habían expresado críticas muy profundas y radicales a la monarquía borbónica de la que el primero dijo en un alarde de generosidad que había «gloriosamente fenecido» (la «gloria» de la huida de España de Alfonso XIII que abrió el paso a la República y a la guerra civil, no quedaba, de todas formas, aclarada) y el segundo, pasando balance en el capítulo inicial de su «Primera Digresión sobre el destino de las juventudes de España» concluyó su análisis sobre los últimos 150 años de historia española resaltando la incapacidad de los borbones para gobernar, concluyendo que «tras esta pirámide de fracasos, la consigna es Revolución Nacional». No había nada, absolutamente nada, ningún elemento doctrinal en el magro patrimonio ideológico de Falange que permitiera pensar en una convivencia posible con monarquía alguna, en especial con la borbónica (al menos con los carlistas existía una hermandad de sangre vertida en la guerra civil, no desde luego con los alfonsinos ausentes, salvo muy escasas excepciones, de los campos de batalla).
España fue, a partir de entonces, Reino; Falange falleció por cuarta vez. Fue víctima de incompatibilidad de formas de Estado. También hubo drama: por que la población siguió teniendo a Falange como el motor del régimen, de un régimen que ya no era suyo y que tenía una forma que chocaba explícitamente con lo propuesto por los fundadores.
QUINTA MUERTE: LOS ACUERDOS CON EE.UU.
La brecha se fue ensanchando. Si en la anterior ruptura, se hizo en función del adaptacionismo del régimen a la realidad internacional, la siguiente muerte tendría mucho más que ver con el adaptacionismo económico. España era, no lo olvidemos, una sociedad que pugnaba desesperadamente por salir del subdesarrollo, pero que a principios de los años cincuenta todavía languidecía en la pobreza. Hasta bien entrados los años 50 existieron «restricciones» de energía; y hasta un poco antes hubo racionamiento de alimentos. La situación no era particularmente boyante. La realidad es que Franco, con una habilidad propia del gran estadista que fue, sobrevivió a las peores crisis y supo llevar al país desde el subdesarrollo económico y el desmantelamiento generalizado de 1939, a una sociedad con buena salud económica e incluida en el pelotón de cabeza de los países desarrollados. Justo es reconocer que Franco, en este tránsito de la más absoluta miseria a la abundancia, se vio ayudado por una serie de factores y el primero de todos ellos fueron la firma de los acuerdos de cooperación y ayuda con los Estados Unidos en 1954.
En esa época el régimen era nacional-católico en su proyección exterior, nacionalsindicalista en su proyección interior y, la población, parecía cada vez menos interesada por los matices ideológicos, los Cara al Sol, los rosario en familia del Padre Peyton, el Congreso Eucarìstico Internacional y las adoraciones nocturnas; la población quería sobrevivir y más que eso, algunos insensatos, pretendían incluso vivir feliz y prósperamente. Y Franco lo sabía. Lo exiguo de la oposición antifranquista delata que por esas fechas el pueblo español anteponía la resolución de los problemas cotidianos a la reconquista de las libertades democráticas y a la revolución nacional Raimundo Fernández Cuesta compartía también ese criterio. Cuando se le preguntó en 1972 por qué no se había hecho la «revolución nacional», se limitó a sonreír y decir «Hombre, es que hubiera sido el reparto de la miseria». Y tenía razón. Pero allí estaba el flamante Presidente Eisenhower, «Ike», para situarse en una línea de ayuda mucho más profunda que el peronismo argentino, y garantizar las bases del futuro desarrollo económico español.
Cuando Franco abrazó a «Ike» en Barajas, la etapa nacional-católica del régimen se cerró y se abrió otra nueva: la del desarrollo económico. Y una vez más, Falange murió en ese abrazo. En primer lugar por el «patriotismo» inherente a la doctrina falangista que difícilmente podía compatibilizar una dependencia del régimen con una potencia que era, en primer lugar extraeuropea, en segundo lugar demoliberal y en tercer lugar, el coto de caza del capitalismo más avanzado y agresivo. Por que, si había otra cosa que la mayoría de falangistas tenía claro, era que falange, aun no teniendo una doctrina económica particularmente clara y bien teorizada, era, más o menos, anticapitalista. De hecho, sus ínfulas de justicia social tenían como contrapartida una limitación a los excesos del capitalismo. La presencia de «Ike», aun sin decirlo, implicó: «Si queréis desarrollo poneros en el furgón de cola». Y así la bandera de las barras y estrellas empezó a ondear en España. No fue del todo mal. Si bien se renunció a parcelas de soberanía, el adscribirnos al «bloque occidental» hizo que los embajadores regresaran a sus embajadas, que se normalizaran las relaciones diplomáticos y que las fronteras se abrieran al turismo y a los capitales. La economía se reactivó y los excedentes de capital procedentes se reinvirtieron en nuevas industrias. En 1961 una chica de aspecto francés fue la «turista un millón». En los quince años siguientes se llegaría a la «turista veinte millones».
El turismo trajo algo más que dinero. Trajo otras formas, otras costumbres, otros ritmos. El fenómeno no vino solo, la televisión avanzó también paralelamente. Y con las series nuevas importadas del extranjero, también se vieron otras formas, otras costumbres y otros ritmos. Nosotros, nuestros padres y nosotros mismos, no lo sabíamos, pero estábamos asistiendo al despuntar de un fenómeno que corriendo el tiempo ha sido llamado «mundialización». Y este fenómeno iba a acarrear profundos cambios en la sociedad española. En este momento de nuestra exposición queremos abordar un punto extremadamente crucial y decisivo en la historia de Falange. Un punto todavía no resuelto razonadamente por las distintas fracciones que hoy sobreviven del falangismo. Se trata de la valoración global que tuvo para Falange el franquismo. Hay que reconocer que, sobre este tema, no ha existido ninguna obra definitiva, ningún análisis que tuviera en cuenta la multiplicidad de factores en juego y que, finalmente emitiera una valoración crítica de lo que ganó y lo que perdió Falange en su colaboración –por que, a la postre se trató de eso, de una colaboración– con el franquismo. Es evidente que excede de los límites de estas páginas un estudio de tales características, pero si sería bueno recordar algunos puntos que quizás otros se sientan tentados a desarrollar.
A diferencia de los defensores de lo «políticamente correcto», nosotros sostenemos que el franquismo fue necesario en la historia de España. A lo largo del siglo XIX se había evidenciado –y Ramiro Ledesma lo explica con una claridad que le honra– entre España y Europa. El desastroso siglo XIX español fue una acumulación de tragedias y desgracias sin sentido ni interrupción cuyos efectos se vieron en 1898 en el plano nacional y en el plano económico en un desfase entre los países de Europa Occidental y España. Este abismo de 150 años de retraso existente en 1936, se superó durante el período franquista.
Así pues, si hoy nos encontramos en el pelotón de cabeza del desarrollo mundial no se debe ni a los buenos oficios de las dos repúblicas –a cual más catastrófica– ni a la acción de los borbones –no menos catastrófica, por lo demás– sino a las iniciativas asumidas durante el período franquista que se pueden resumir en una sola: concentrar todos los esfuerzos nacionales en una sola tarea, lograr el desarrollo económico. ¿Y las libertades políticas? Franco respondía: la primera libertad es la seguridad de llevarse un bocado de pan al día. ¿Y el libremercado? A la porra, se trataba de planificar el desarrollo, no de dar vía libre al mercado.
Así, con estas dos orientaciones: concentración de poderes en lo político y planificación económica, España, entre 1954 y 1975 logró despegar económicamente. La historia todavía no ha juzgado convenientemente este período de nuestro pasado que, por sí mismo, legitima al franquismo, al menos desde el punto de vista del bienestar material de los ciudadanos, lo cual no es poco. ¿Hubiera podido conseguirse tal desarrollo en un régimen de libertades? Lo dudamos. No es lo mismo reemprender la reconstrucción de un país que, como Alemania o Francia, ya estaban insertados en el siglo XX cuando se produjeron las catástrofes de las dos guerras mundiales, que reconstruir un país sin tejido industrial, sin cuadros directivos, sin personal especializado, como era la España agraria y subdesarrollada de 1936. Para que en tan poco tiempo pueda darse un salto de tanta envergadura hay una serie de condiciones que se deben asumir: la primera de todas ellas es la concentración de poderes. Es imposible planificar la economía a largo plazo estando pendientes de elecciones cada cuatro años. Es imposible planificar una tarea de desarrollo de tal magnitud, sabiendo que el electorado puede dar la espalda, por cualquier capricho, a la opción que ha asumido la tarea. Así pues, la concentración de poder y el relegar a segundo plano las libertades formales es casi una condición necesaria para un desarrollo acelerado. Lo ocurrido en España no es una excepción.
Rusia pasó de ser el paraíso de los mujiks a ser una potencia mundial de primer orden gracias a la espantosa concentración de poder que supuso el período bolchevique. En el otro extremo de Europa, en España, las cosas anduvieron de la misma manera…
Y Falange volvió a morir. Por que en ese momento lo que Franco requería era, sobre todo, economistas, planificadores, cuadros técnicos y científicos. Y falange no los tenía; apenas tenía otra cosa que movilizadores de masas a lo Girón. Bastaba con un resoplido del «león de Fuengirola» para que los trabajadores y las clases medias a las que les empezaba a lucir el régimen, para que tras las banderas de España y la Falange (o el Movimiento de FET y de las JONS) se lanzaran a la calle, no en apoyo de la revolución nacionalsindicalista, sino en apoyo del régimen. Siempre son buenos los baños de multitudes, pero también es mejor que esas multitudes tengan un motivo para salir a la calle y la satisfacción de sus necesidades es, desde luego, el más atractivo. La gran contradicción era que esas masas seguían saliendo a la calle tras las banderas de Falange, pero el régimen era cada vez menos falangista, si es que en ese momento lo era algo.
En este período se gestó otro fenómeno cuyo desarrollo no supieron predecir ni los falangistas del régimen ni los escasos núcleos que se situaban extramuros del mismo. El capitalismo incipiente se siguió desarrollando en España. Convivía más que bien con las estructuras de poder centralizado y autoritario. Ya hemos visto por qué, era una condición para el desarrollo. Pero, con el paso del tiempo, hacía principios de los años 70, se evidenció que todo lo que podía desarrollarse en aquel marco político, ya se había desarrollado. Faltaba un impulso definitivo para la economía española: el tránsito de una economía cada vez menos autárquica, a una economía integrada en la Europa Comunitaria. Y aquí ya existían problemas, por que la forma política española, confirmada en el referéndum sobre la Ley Orgánica del Estado de 1967, implicaba que nuestro país seguía sin alcanzar los standares democráticos preceptivos para entrar en el club europeo.
Lo que había ocurrido es que la aristocracia económica tradicional –los grandes latifundistas y las dinastías industriales catalanas y vascas– que hasta entonces habían convivido perfectamente con el franquismo, a partir de ahora precisaban de otro marco político para desarrollar sus negocios. Todo el país precisaba de un salto cualitativo que el franquismo, por muchos motivos, ya no podía aportar. Así se produjo la contradicción entre un crecimiento económico que alcanzó tal nivel de desarrollo que tuvo que afrontar una reforma política. De hecho, a una estructura económica capitalista, corresponde una estructura social en la que la burguesía es la clase hegemónica y la democracia formal su forma política más adaptada. Las necesidades de la estructura económica arrastraron la necesidad de una reforma política.
A mediados de los años 60, el régimen empezó a dar muestras de debilidad. Apareció una contradicción en su interior entre los miembros del Opus Dei y los que remotamente tenían una inspiración falangista (o, más bien, «movimentista»). Los primeros habían constituido los cuadros que sustituyeron a falangistas y propagandistas cuando las necesidades del desarrollo precisaron el recurso de tecnócratas y cuadros directivos, mucho más que el de movilizadores y moralizadores de las masas. Pero eran tecnócratas fríos y además castos. Algo con poco atractivo para la población. Si bien siguió existiendo una mayoría social que apoyó al franquismo, también es cierto que esa mayoría era «silenciosa» y que empezaban a oírse los ecos de las protestas de minorías menos silenciosas.
Y además Franco estaba envejecido. Era evidente que el régimen, a pesar de las promesas de la Ley Orgánica y de la jura de Juan Carlos como «Príncipe de España y heredero de la Corona», no habían disipado las dudas sobre el porvenir; se dudaba de su capacidad de liderazgo. Para casi todos resultaba altamente improbable una supervivencia del franquismo sin Franco. Y mucho menos con Juan Carlos, si bien para ello, el Caudillo colocó junto a él el brazo tutelar del Almirante Carrero Blanco.
Todos estos desarrollos estaban implícitos en el abrazo que intercambiaron Eisenhower y Franco en 1954. En ese abrazo murió de nuevo Falange Española víctima del desarrollo económico que España necesitaba pero al que sus cuadros no podían ni sabían estimular. Para eso estaba el Opus-Dei y con ellos contó Franco que, en el fondo, había dicho en esa época a un conocido: «Hágame caso, no se meta en política», actitud muy gallega que implicaba que la política de Franco, voluntariamente no era cosa más que una forma de pragmatismo por encima de ideologías concretas. Como máximo, las formas autoritarias (derivadas de su pertenencia al estamento militar) y católicas (derivadas de su propia concepción religiosa), impidieron que ese pragmatismo fuera absoluto.
SEXTA MUERTE 20 DE NOVIEMBRE DE 1975
Los últimos años del franquismo registraron un alto nivel de actividad de los grupos falangistas disidentes del movimiento que, contrariamente a lo pretendido, pudieron desarrollar su actividad sin grandes obstáculos y sin que debieran afrontar una represión comparable a la izquierda comunista. Y también, intramuros del régimen, se produjeron distintos movimientos de rectificación de posiciones que cobrarían forma en los años siguientes.
En efecto, contrariamente a lo que se tiende a pensar, la transición democrática empezó en vida de Franco. O al menos una forma de transición. En efecto, Carrero Blanco era perfectamente consciente de que, tarde o temprano, los caminos de España convergerían con los de Europa. Era un simple problema de geografía: España era un extremo de Europa; era imposible negar esta realidad geopolítica. Y Europa se empezaba a articular en torno al entonces llamado Mercado Común. España tendría el paso vedado mientras no adquiriera formas política democráticas.
Para Carrero la evolución del régimen era inevitable a corto plazo. El problema era que el régimen había advertido a finales de los años 60 que carecía de base organizada. La transformación del «movimiento organización» en «movimiento comunión de todos los españoles en los ideales del 18 de julio», no había estimulado la creación de una base social organizada. Y lo que era peor, las organizaciones del «movimiento» se estaban vaciando de militantes justo después de vaciarse de contenidos. Los Servicios de Información de Carrero advirtieron al Almirante de la situación y éste decidió actuar en consecuencia. Transición hacia una democracia formal, si, pero limitada, tal era la posición de Carrero Blanco quien lo había comentado con sus ayudantes y colaboradores más próximos: «Hasta los socialistas todo, desde los comunistas nada». La idea era animar a los socialistas a que se integraran en un sistema democrático limitado que excluyera a sus principales concurrentes, los comunistas. El plan de Carrero no era absurdo; solamente así podía mantenerse la institución monárquica como continuadora del franquismo y evitarse la ruptura democrática que preconizaban comunistas y socialistas. Para Carrero se trataba de romper el frente de la oposición democrática. Por otra parte, el Almirante intentó en los últimos meses de su gobierno estimular el comercio español en los países del Este europeo con la idea de disminuir la dependencia española del Mercado Común.
Era una estrategia lícita para asegurar la supervivencia del régimen, pero fracasó en la medida en que el delfín Carrero resultó asesinado por ETA en diciembre de 1973. A partir de ahí los casi dos años que Franco le sobreviviría demostraron la incapacidad del régimen por evolucionar interiormente. Y al mismo tiempo demostraron otra cosa: la incapacidad de Falange para prever escenarios futuros.
La muerte Franco cogió a Falange Española debatiendo sobre su unidad, cuando, en realidad lo más oportuno habría sido debatir sobre las ideas, orientaciones y programa que deberían de impulsar al partido en los años siguientes. Por que, a partir del 20 de noviembre de 1975 una cosa estaba clara: el régimen estaba obligado a evolucionar si quería salvar algo. Suárez lo entendió. Fraga lo entendió. El propio Fernández de la Mora lo entendió. Blas Piñar, Girón, Raimundo, Diego, incluso los militantes que dieron vida a la Falange Auténtica no lo entendieron.
Una etapa nueva se aproximaba para España, pero los distintos grupos falangistas no iban a estar en condiciones de subirse al tren de la democracia. El día en que murió Franco era evidente que un capítulo de la historia de España se cerraba. El régimen estaba obligado a abrirse o de lo contrario a perecer arrastrado por la marea democratizadora. Y Falange estuvo ausente de este proceso. Por eso, por sexta vez en su historia, murió.
A partir de 1968, se habían formado distintas asociaciones y círculos falangistas que disponían de una mínima base humana para un crecimiento futuro. Había militantes capaces de dar vida a un partido falangista adaptado al tiempo nuevo. No es que no hubiera unidad –que no la había– es que no se pensaba en términos de partido y, por tanto, no se actuaba con la lógica de un partido que está dispuesto a competir con otros en la conquista del poder.
Los núcleos juveniles que dieron vida a la Falange Auténtica optaron por la vía del activismo y asumieron una línea política en la que toda la actividad podía sintetizarse en un izquierdismo obrerista que incluso empezaba a estar en desuso en la extrema-izquierda. Consignas como «Falange con el obrero» caían en saco roto por que habían pocos obreros en Falange y, por lo demás, a la clase obrera le daba absolutamente igual si la Auténtica estaba con ellos; a la vista de como iba la inflación en aquellos años, era evidente que afrontaban problemas mucho más realistas.
Los intentos, completamente obsesivos e inútiles por demostrar que Falange era un movimiento de oposición que buscaba la «ruptura democrática», las recogidas sistemáticas de yugos y flechas en todos los pueblos de España, no consiguieron levantar la pesada losa que tenía Falange desde el altofranquismo. Es más, los «auténticos» no se dieron cuenta nunca de que el problema no era si Falange había colaborado o no con el régimen –algo que era muy difícil de desmentir– sino como mirar hacia el futuro, con qué programa, con qué estrategias, con qué tácticas, con que objetivos… y sobre esto, las clamorosas acciones de Falange Auténtica no aportaron absolutamente nada, aparte de un verbalismo hiperrrevolucionario que no podía ocultar la vergüenza y el complejo de inferioridad de este sector hacia la izquierda marxista. Por supuesto, no hubo nada que hacer; aquello estaba condenado al fracaso antes de empezar a actuar.
Pero es que otros sectores falangistas tampoco tuvieron mejor fortuna. Los Círculos Doctrinales José Antonio que habían logrado constituir algo mas de un centenar de núcleos a mediados de los años 70, estaban preocupados por lograr la unidad de acción con otros sectores. Las conversaciones eran interminables.
Los avances escasos. Cada paso adelante era bloqueado por la inestabilidad misma de estos grupos y por el hecho de que ni siquiera interiormente cada sector tenía una opinión uniforme sobre nada.
A poco de morir Franco, en diciembre de 1976 se convocó el intento unitario más ambicioso de este sector, el llamado Congreso Nacional Falangista. No se produjeron avances significativos. Los «auténticos» recién constituidos aprovecharon para repartir su propaganda. Mientras, en el interior, las cosas no avanzaban: las ponencias habían sido redactadas por anticipado; no era un congreso en el sentido riguroso del término, sino un intento de traslado de ponencias elaboradas por la «superioridad», ponencias, por lo demás, de muy escasa calidad y que, de nuevo volvían a eludir el problema fundamental: no preveían un escenario democrático. Les preocupaba solamente la unidad y el salvar el programa de 27 puntos. Por lo demás, el nivel político era muy bajo. Se llegó a votar punto por punto el programa fundacional. Al llegar a la consideración del hombre como «portador de valores eternos» la votación arrojó un escaso margen de cinco puntos, margen suficiente para que la concepción del ser humano resultara como en el texto fundacional. Era la «primera fase» de un proceso que debía de haber llevado a la unidad, pero que constató para los que asistimos el pobre nivel político y la ignorancia del mundo real al que habían caído los dirigentes del movimiento en aquella época. En realidad, la «auténtica» era más práctica y, por tanto, más agradable a muchos. Convencidos de que las conversaciones por la unidad eran absurdas por que las brechas entre las distintas fracciones eran excesivas –lo cual era una apreciación rigurosamente cierta– se dedicaron a realizar unilateralmente agitación política. Crecieron como crece toda masa que se agita, pero su despiste político y lo infumable de sus planteamientos hicieron imposible que tantas energías desplegadas pudieran ser capitalizadas.
Sorprende hasta la exasperación como ninguno de los grupos falangistas fue capaz de elaborar documentos que previeran la evolución del régimen y explicaran cual podía ser el papel de los falangistas ante la nueva situación. Sorprende que en ese período previo a la muerte de Franco, los grandes problemas que se planteaban los distintos núcleos falangistas eran: seguir manteniendo el programa de 27 puntos, rescatar el yugo y las flechas del «secuestro» de que habían sido objeto por el régimen de Franco, de disputarse con otros grupos azules el nombre y las siglas. He de confesar que, personalmente no entendía nada de todo esto, fue un querido amigo y camarada de Barcelona quien me lo explicó de regreso del Congreso Nacional Falangista: «Falange –me dijo– es eso: 27 puntos, un himno, el brazo en alto, la camisa azul, el yugo y las flechas… quita eso y acabarás con Falange». Y entonces entendí la obstinación de las distintas fracciones falangistas por disputarse ese patrimonio. Solo que esta disputa, enmarcada dentro de la inalcanzable perspectiva unitaria, no tenía ya sentido político en unos momentos en los que era preciso conquistar a las masas, y conquistarlas electoralmente, por que, a fin de cuentas, de lo que se trataba entonces era de tener parcelas de poder al alcance de cualquier partido democrático.
Esto parecía que les interesaba a muy pocos. Los «auténticos» se situaban más allá de cualquier legalidad, lo que querían era un indefinida e indefinible «revolución sindicalista», mal definida y peor planteada por el camino del activismo insensato. Los falangistas franquistas se fueron enrocando en concepciones golpistas. En resto de grupúsculos languidecían entre intentos unitarios sin porvenir y pequeñas actuaciones activistas sin norte ni guía. En definitiva, una situación que era extremadamente parecida a la que se había producido en los últimos años del franquismo. Falange no advertía que empezaba a ser historia, que el tiempo jugaba inexorablemente en su contra y que a medida que pasaban los años y se eludía hacer una adaptación de los ideales fundacionales a la realidad de la transición, quizás, por que se intuía que negar al «Libro», es decir a las Obras Completas de José Antonio parcelas de actualidad, hubiera supuesto un sacrilegio. Y la falta de valor para «revisar» la doctrina entrañó el alejamiento de la realidad.
Falange murió –y una vez más, la mayoría de falangistas no se enteraron– el 20 de noviembre de 1975. Para mayor fatalidad, el óbito de Franco se produjo exactamente 38 años después del fusilamiento de José Antonio. Incluso en cuestión de fechas fúnebres el franquismo cultivó el equívoco con Falange. En estas circunstancias el interés de algunos falangistas en desvincularse del régimen era una empresa tan absolutamente irreal que no valía la pena intentarla. Los «auténticos» lo hicieron y su actividad frenética agotó toda una generación de militantes.
SEPTIMA MUERTE LA UNION NACIONAL DE 1979
Llegamos a la última muerte con la que se cierra el círculo y se concreta la desaparición de un movimiento político que ha agrupado en el siglo XX a buena parte de las energías juveniles de España. Por otra fatalidad del destino, la última de las muertes engarza con la primera, aquella que tuvo lugar en las elecciones de febrero de 1936. En ambas ocasiones ningún diputado falangista se sentó en las Cortes. En ambos casos, el fracaso sirvió para variar de rumbo las orientaciones políticas del partido. Entre 1975 y 1979, Falange estuvo dividida en tres opciones mayoritarias y un sin fin de opciones menores. Por un lado, los falangistas que habían colaborado con el Movimiento Nacional de Franco, agrupados en torno a Raimundo Fernández Cuesta; por otro los falangistas disidentes del Movimiento pero moderados agrupados en los Círculos José Antonio que habían organizado un Partido Nacional Sindicalista, y, finalmente los miembros de la Falange Auténtica que seguían con su activismo callejero.
Pero había otra fuerza, Fuerza Nueva, que había crecido extraordinariamente entre 1977 y 1979, gracias a la particular oratoria de su líder y fundador, Blas Piñar López. Piñar era un franquista, ante todo; su ideología era católica más que falangista. Su modelo de franquismo era el derivado del período nacional-católico que había absolutizado y convertido en el rasgo distintivo del franquismo, cuando, como hemos visto, apenas fue la línea dominante en un período de su historia.
Conservador en lo político y más conservador aún en lo religioso, Blas Piñar impregnó con estos principios a su movimiento que fue percibido por una parte de la población, como la opción de los descontentos con la democratización. Y, en efecto, mientras la transición generó problemas interiores de adaptación y asentamiento, Fuerza Nueva progresó. Pero cuando la democracia estuvo suficientemente asentada, Fuerza Nueva llegó a su techo y se desintegró vertiginosamente.
Los coqueteos de los falangistas colaboradores con el franquismo con Fuerza Nueva fueron constantes desde el principio de la transición. En las primeras elecciones democráticas se presentó una Alianza Nacional del 18 de Julio formada por carlistas, fuerzanuevistas y falangistas. No tuvo mucho éxito.
Sin embargo, es rigurosamente cierto que tras la campaña electoral de junio de 1977, Fuerza Nueva empezó a recoger el fervor de una parte sustancial de la población, especialmente en Madrid, Valencia, Cantabria, Asturias y Sevilla. En otras palabras, Fuerza Nueva creció mucho más de lo que lo hicieron el Partido Nacional Sindicalista de Diego Márquez y Falange Española de Fernández Cuesta. Así, cuando se convocaron las elecciones de 1977, Fernández Cuesta y Blas Pilar se aproximaron en la Alianza Nacional. Sin resultados. A los dos años siguientes, a estas dos fuerzas políticas se adhirió el Partido Nacional Sindicalista excepcionalmente debilitado por la presión de los «auténticos» por un lado y de los «colaboradores» por otro. La nueva candidatura de Unión Nacional llevó a Blas Piñar al congreso de los diputados… fue, sin duda, un éxito para Blas, pero no desde luego para las Falanges. Por lo demás y tratándose de una coalición, lo normal hubiera sido que con posterioridad a las elecciones se intentara proseguir con el trabajo unitario. No hubo tal. Ni Fernández Cuesta, ni Diego Márquez, números dos y tres de la candidatura hubo un lugar en el Congreso, ni interés posterior por profundizar en la iniciativa unitaria.
Esa fue la última muerte de Falange Española. La camisa azul era utilizada también por los fuerzanuevistas, que lucían el yugo y las flechas en los bolsillos de sus camisas. El nombre de José Antonio salía frecuentemente de los labios de Blas Piñar como en los cuarenta años anteriores había sido pronunciado frecuentemente por personalidades no falangistas. Las centurias paramilitares de Fuerza Nueva rememoraban las milicias falangistas de la guerra civil… La bandera de Falange ondeaba junto a la cruz carlista y la bandera azul y roja (azul de falange, roja del requeté) de Fuerza Nueva. Y además, Blas Piñar fue el político más maldito de toda la transición, por lo tanto, el nombre de Falange raramente era considerado como el de una entidad independiente, sino que se le consideraba como una especie de aliado y prolongación del piñarismo. En estas condiciones el mensaje falangista una vez más se desfiguró.
Las opciones del FE(i), por no decir de la «auténtica», señalando que el franquismo y la falange eran entidades completamente diferentes, resultaba increíble para la población que veía como los mismos símbolos falangistas eran utilizados por la extrema-derecha fuerzanuevista.
Pero hubo algo peor, mucho peor. Los dirigentes y cuadros falangistas parecían seguir sin tener interés por adecuar su doctrina a la nueva realidad española. Hubo estudiantes falangistas, universitarios falangistas, cuadros técnicos falangistas, pero que resultaron absolutamente incapaces de reelaborar y adaptar el programa de 1936 a la realidad de 1979. Y Falange murió a causa de esa incapacidad.
Por puro respeto hemos fechado en las elecciones de 1979 la última de las muertes de Falange, la séptima. En realidad no habría que perder de vista la fecha del 23 de febrero de 1981, como fecha alternativa a esta última y definitiva muerte de Falange.
A partir de 1977, cuando la evolución democrática era imparable, la mayoría de miembros de Fuerza Nueva y de Falange Española, sector «raimundista», habían renunciado a vencer en unas elecciones democráticas. Se les antojaba un proceso excesivamente largo y dificultoso para el que no se sentían adaptados. Surgió así la hipótesis golpista como una alternativa.
Pero, a decir verdad, pocos fueron los que entendieron lo que significaba el golpe militar. Para la mayoría se trataba simplemente de «apoyar al Ejército». A diferencia de la situación de la preguerra, esta nueva Falange de la transición jamás tomó contacto con medios militares, jamás conspiró con ellos y jamás tuvo noticias de las intentonas golpistas antes de que se produjeran. Eran vocacionalmente golpistas, pero estaban alejados de cualquier práctica golpista. El 23 de febrero les cogió de sorpresa a casi todos y, desde luego, al grueso del movimiento falangista. El 23 de febrero, uno de esos momentos olvidables de la historia de España, se cerró con una Falange que, en buena medida, compartía las posiciones golpistas pero que no había sabido ni podido hacer nada para colaborar con ellas. Falange, por última vez murió.
El ciclo iniciado en febrero de 1936 se había cerrado. Como entonces Falange no superó la prueba electoral. Como entonces Falange –el sector mayoritario de Falange en la época– asumió la vía golpista. A diferencia de entonces, acaso por cansancio, acaso por que el movimiento era de pequeñas dimensiones, acaso por impreparación o por lo que fuera, Falange no participó activamente en la iniciativa golpista de febrero de 1981, como tampoco, por lo demás, Fuerza Nueva.
Aquella fecha murieron muchas cosas. Falange se vio acompaña en su óbito por Fuerza Nueva quien, a los pocos meses se autodisolvería reconociendo su fracaso. A Falange no le quedó ni siquiera eso. Incluso la «Auténtica», el sector de Pedro Conde, se había autodisuelto en 1980 a la vista de los malos resultados del partido y de la deriva problemática adoptada. Cuando eso ocurría, Falange hacía muchas décadas que había dejado de ser un partido unitario, existían muchas fracciones, todas ellas igualmente desorientadas, desprovistas de medios, de estrategia, y sobre todo, de ideas nuevas.
La falta de ideas nuevas y de salidas estratégicas hizo que, a partir de 1981, las distintas fracciones falangistas enarbolaran la consigna de la «unidad» como única alternativa. Poco importaba que a medida que pasaba el tiempo la realización de esa consigna quedara cada vez más lejos y que en esas intentonas unitarias frustradas, menudearan los conflictos que creaban barreras insalvables, poco importaba que las iniciativas unitarias fracasaran una tras otra, poco parecía importarles que la única discusión fuera sobre los términos en los que debía realizarse la unidad, pero nunca sobre los principios y los esfuerzos de adaptación, sobre la estrategia y la táctica que eran las cuestiones verdaderamente importantes. Poco importaban, en definitiva, los contenidos de esa unidad, lo que importaba era la unidad en sí. Unidad inalcanzable que jamás terminó de formalizarse.
A partir de 1980, no la historia de España, sino la historia de la humanidad se acelera. Cada vez con mayor velocidad el rostro de la civilización va cambiando. Aparece la microinformática, cae el mundo comunista, guerra del golfo, fin de la historia, crisis de Yugoslavia, masacres en Africa, era de la informática, era de las redes, atentados del 11 de septiembre... eran los signos inequívocos de una mutación que afectaba a toda la humanidad y ante la cual, Falange y los falangistas permanecieron mudos y sin emitir documento alguno de altura capaz de integrar cada uno de estos hitos de la humanidad.
Al filo del milenio, era evidente que Falange había resistido mal la mutación de la humanidad. Ahora si que estaba muerta, definitivamente muerta, inhábil para pesar políticamente y para salir del exiguo gueto en el que se encuentra cada vez más aislada. Solo quedaba constatar esa muerte y actuar en consecuencia. A los cadáveres se les entierra antes de que se deterioren más.
ALGUNAS CONCLUSIONES PROVISIONALES
Estas siete muertes son, cada una por si misma y todas ellas en conjunto, episodios dramáticos en la historia del movimiento falangista y en algunos casos en la historia misma de España.
Ahora, cuando se llega al centenario del nacimiento de José Antonio, es fácilmente perceptible que lo único que tiene el movimiento falangista en sus alforjas, es historia. No tiene futuro, sólo historia. A diferencia de otros movimientos surgidos en el tiempo nuevo que carecen de historia pero pueden tener el futuro que sus miembros sean capaces de conquistar. Falange sólo tiene historia, Falange es historia, Falange forma parte de la historia. En esa historia, Falange tiene un punto importante en su haber: el haber constituido la levadura de buena parte de la juventud española durante varias generaciones. Por que, Falange nació de los jóvenes extasiados con la experiencia del fascismo. Falange facilitó a los jóvenes una causa para vivir y una buena excusa para morir por la Patria. Falange, finalmente, también murió entre los jóvenes e incluso hasta
última hora, sus últimos militantes, esos que no perciben que se han adherido a un movimiento que ya es historia, siguen siendo jóvenes en edad. Pero entre tanto canto a la juventud, tantas lonas y claros de luna en campamentos juveniles, faltó madurez de ideas, incluso entre los más maduros de sus militantes que seguían pensando en Falange, no tanto como una opción política de futuro, sino como una opción emotiva y sentimental que les remitía a los mejores años de su vida, esos en los que tenían energías y optimismo para afrontar las duras pruebas de la vida que se les avecinaban.
Falange no pudo evitar que la historia discurriera a mayor velocidad que su propia historia. Casi puede decirse que todo en Falange se hizo tardío y a destiempo: el movimiento fue fundado en un momento en el que ya existían las JONS que defendían exactamente lo mismo, su tardía fundación hizo que solamente estuviera presente durante algo más de dos años antes de que estallara la guerra civil; ese tiempo de retraso es lo que selló la debilidad del movimiento en esas jornadas, lo que hizo que sus filas fueran rebasadas en los primeros meses de contienda por recién llegados que intuían el ideal, pero no lo conocían en profundidad, o por simples ambiciosos.
Falange llegó tarde a su cita con la historia: Franco la utilizó mientras le convino y la sustituyó cuando la conveniencia fue otra. Cuando eran precisos técnicos y economistas, Falange no dispuso de ellos. El Opus Dei, en cambio, si. Cuando la situación requería estrategas hábiles y lúcidos, durante los años de Carrero Blanco y en la transición política, las distintas Falanges se enrocaron en posiciones difícilmente digeribles unas (los «auténticos») y políticamente nostálgicas (los «raimundistas»). Para colmo, el fracaso electoral de 1979 y el fin del golpismo les dejaron huérfanos de estrategia. El resultado fue una muerte lenta, por etapas, una extinción triste y aplazada en la que cada etapa era más oscura y deprimente que la anterior, las esperanzas eran cada vez menores y las dificultades a remontar cada vez más infranqueables, al mismo tiempo que la esterilidad política fue creciendo y la inadaptación al tiempo presente de cada instante cada vez más palpable.
Si la situación de Falange no es la de un cadáver velado cada vez por menos partidarios y más enfrentados entre sí, nos gustaría saber qué es... Lo hemos preguntado en algunos foros de Internet y la respuesta nos ha confirmado precisamente en la necesidad de escribir estas líneas. Siempre se nos ha contestado con retórica, mera retórica y nada más que retórica: «Falange está en las calles y en los campos de España» nos decía uno; otro aludía «a los actos y manifestaciones que se celebran en todos los puntos de España»; los había que utilizaban una retórica ampulosa fuera de lugar ayer y hoy: «Falange es una idea romántica que vive en los corazones de millones de españoles de buena voluntad». En otras palabras, se nos hacía saber que nuestra tesis era acertada: que Falange había muerto. Y nosotros nos limitábamos a recordarles a sus últimos mohicanos que era mejor enterrarla con dignidad.
5 comentarios
saludos -
a José M. -
A -
las cosas como son -
Por lo demás, un artículo excelente y clarificador. Un saludo.
José M. -
Un saludo y a seguir así, que ya está bien de palamaditas en la espalda por organizar partiditas de parchís y poco más